(traducción y adaptación de http://thebaffler.com/blog/stop-me-reagan-kriss)

 

Frename si ya conocés el chiste, pero, ¿cómo puede ser que el pueblo estadounidense le haya otorgado su mayor cargo público a un hombre que es claramenbte un idiota? No un nabo cualquiera, sino que brutamente, enloquecedoramente habita su propia estupidez, que prácticamente agarra al mundo por los hombros y grita: «¡soy un idiota enorme, y no me importa; tenés que escucharme igual!». Un tipo que habla en los tonos chatos de la respuesta fácil – sólo escuchalo y todo va a estar bien, será un nuevo día, la podredumbre será detenida y el país volverá a ser grande – y sonríe. Siempre sonríe, pero ese obstinado optimismo está rodeado de muchísimo odio. El Ku Klux Klan lo ama, quizás vaya a haber una guerra con Irán, podría haber arrestos masivos – ¿quién puede predecir qué sucederá cuando alguien tan tonto y tan peligroso obtiene poder político? Ese tipo no tiene comprensión ni experiencia; nunca antes ha ocupado un cargo público; ni siquiera es un político. Es un demagogo, un artista del engaño, un showman, un payaso: un sonriente personaje televisivo que logró escapar al mundo real para abaratar cada institución que toca, que hace que todo sea tan chato y sin sentido como el mundo de imágenes del que salió.

Es como si no pudiera notar la diferencia entre la vida real y la imagen en la pantalla; es como si esa diferencia ya hubiera desaparecido. La política es entretenimiento ahora, olvidando todo lo que la precede, aniquilando todo lo que se cruza a su paso, arrancada de su contexto e ideología para flotar libremente en el único instante eterno de entretenimiento descerebrado. Él representa una crisis sin precedentes, una amenaza al sistema como ninguna otra. ¿Cómo pueden las constituciones liberales de la Iluminación sobrevivir una vez que han sido subsumadas por las fuerzas de los medios masivos? ¿Cómo puede la democracia sobrevivir a un hombre como Ronald Wilson Reagan?

Lo admito, eso fue un truco barato, pero la política democrática está llena de trucos baratos desde hace mucho tiempo. Uno que estuvo de moda en este ciclo electoral fue el de lamentar un Partido Republicano que otrora produjo figuras como Ronald reagan, y ahora vende copias truchas y perturbadoras como Donald Trump. «La política y el porte de Trump son notablemente diferentes de las del Gran Comunicador», borboteó The Huffington Post este verano, mientras el columista de The New York Times Gil Troy elegíacamente nostalgió sobre el genio de Reagan: «Ronald Reagan dejó a Estados Unidos más rica y más segura luego de dos mandatos como presidente. Regan desafió las expectativas al volcarse hacia el centro» y «usó el período transicional para curar heridas a la vez que encabezaba un mandato de políticas amplias»

En contra de esta historia revisionista grotescamente simplificada, el dilema que se cierne sobre el público estadounidense también está siendo grotescamente simplificado. ¿Cómo puede ser que el partido de Reagan se haya convertido en el partido de Trump? ¿Cómo puede haber pasado de darle los códigos nucleares a un hombre demasiado senil y estúpdio para entender cómo funcionaba la política a dárselos a un hombre a quien simplemente no le importa? La idea es avergonzar al presidente electo con esta comparación, pero las únicas personas que la comparación avergüenza son las personas que la hacen. Mientras más alaban a Regan, más se rinden a Trump, y más seguros podemos estar de que estos perturbados liberales van a cagar a todo el resto del mundo a la primera oportunidad.

Trump es un Reagan zombificado, un eco paródico del hombre que fue demasiado tonto para saber completamente qué estaba haciendo pero que aún así logro cagar a los Demócratas hasta que lo amaran, que asumió todos los poderes de la simulación y el rencor para someterlos de tal manera que hoy en día lo siguen leonizando. Esperá treinta años más y van a estar diciendo lo mismo sobre quien sea la monstruosidad que nominen los Republicanos ese día: ¿cómo pudo el GOP hundirse así, de los días de gloria de Trump a esto?

Regan fue el primer presidente posmoderno; fue bajo su gobierno que todas las metáforas sobre profundidad finalmente colapsaron, y la imagen y la realidad se volvieron políticamente indistinguibles. En otras palabras, era un idiota, descerebrado y belicoso, algo apenas sintiente. Le gustaba decirle a la gente – el Primer Ministro Israelí Yitzhak Shamir, por ejemplo, o Simon Wisenthal – que él había estado personalmente en el primer grupo de soldados estadounidenses en entrar a Buchenwald. Esto era falso: Reagan pasó la guerra en Culver City, procesando material filmográfico de los campamentos como parte de la Primera Unidad Cinematográfica de la Fuerza Aérea. No importaba; incluso el Holocausto no podía resistir ser envuelto en mediación. Al dar testimonio durante el escándalo Irán-Contra, Reagan leyó las instrucciones de escena que le indicaban que mienta, sosteniendo sus tarjetas y anunciando que «si la pregunta surge en la reunión de Tower Board, podrías decir que estabas muy sorprendido».

Cuando entró por primera vez a la Casa Blanca, los consejeros de Reagan le presentaron extensos documentos de política. Reagan simplemente no podía entenderlos, así que empezaron a hacerlo tomar decisiones (incluyendo la decisión de obtener nuevas misiles balísticos intercontinentales) mostrándole caricaturas de cuatro paneles. Y todo tenía perfecto sentido. En una sociedad en la que el Presidente es experimentado principalmente como un personaje en la TV, ¿por qué no debería ser interpretado por una personalidad de TV? Hay diferencias: Reagan era un actor, cuyo trabajo era leer sus líneas, mientras que Trump viene del mundo del reality – espera improvisar, y confía en que los editores recorten y rearmen todo para que él quede pintado en la mejor luz posible. El formato cambia, pero el show es el mismo.

Esto no es decir que todo va a estar bien. Esa es otra línea que los liberales ahora están adoptando para consolarse: sí, armamos un montón de pánico durante la elección, pero hubo un pánico similar en 1980, y no fue el fin del mundo. Quizás Trump nos sorprenda, quizás será como Reagan, quizás vaya a estar bien. Excepto que, para mucha gente, no estaba bien, y el mundo realmente se acabó.

Reagan era un idiota balbuceante, pero también era un monstruo, un fascista cuyos mercenarios y fanáticos pagos asesinaron a miles a lo largo del mundo; un canalla que luchó guerras de agresión por motivos de RR.PP., cuya guerra a las drogas resultó en efecto en la represión casi genocida de su propia población; que empoderó a salafistas y escuadrones de la muerte, cuyas políticas económicas reemplazaron el supuesto trabajo penoso de la sindicalización y la seguridad laboral con un pánico ansioso constante para los muchos, y una gula vampírica para los pocos, que abandonó comunidades a ser arrasadas por la enfermedad, y cuya administración estuvo repleta de escándalo, corrupción y personajes nefastos. Reagan abrió heridas profundas en la superficie del mundo, mató sin remordimiento, y lo hizo todo con la sonrisa lubricada de un actor de Hollywood que sabe que es todo una farsa.

La historia no recuerda a Ronald Reagan así, pero la historia siempre es un lugar útil en el que esconder los cuerpos. Reagan, que debería haber muerto en una celda, nunca se enfrentó a la justicia; en cambio, se le otorgó una apoteosis. Fue el Gran Comunicador, el conservador compasivo, el jovial tío nacional que sacó al país de su estancamiento con nada más que un guiño perfecto para las cámaras y su fe en la bondad del pueblo estadounidense. Los liberales lo deificaron, porque al final siempre encuentran irresistible al poder. Sólo basta mirar la lenta pero segura rehabilitación de George W. Bush, ahora un héroe de la tolerancia con los brazos de Michelle Obama alrededor de sus hombros. Y lo mismo ya está sucediendo para Trump.

Mientras miles aún marchan en las calles, los liberales del establishment nos imploran que le demos una chance. Robert De Niro ya no quiere golpeartlo en la cara – el gran fetiche de la Preisdencia lo ha transformado en algo respetable. Es un buen rol – ha sido legitimado de la misma manera que la actuación exagerada de una adaptación de Shakespeare legitima a cualquier otra figura mediocre de TV. Hillary Clinton, avara hasta el fin, quiere trabajar junto a esta nueva administración. Es por esto que tantos liberales estaban espantados por la idea de Presidente Trump. No estaban asustados de lo que Trump le podría hacer a las masas anónimas; les resultaba repulsivo verse a ellos mismos lamiéndole las botas al hinchado y anaranjado cretino, porque sabían que esto es exactamente lo que terminarían haciendo.